miércoles, 17 de febrero de 2010

La isla en peso

La maldita circunstancia del agua por todas partes
me obliga a sentarme en la mesa del café.
Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar
doce personas morían en un cuarto por compresión.
Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua
en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones,
me acostumbro al hedor del puerto,
me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,
noche a noche, al soldado de guardia en medio del sueño de los peces.
Una taza de café no puede alejar mi idea fija,
en otro tiempo yo vivía adánicamente.

¿Qué trajo la metamorfosis?

La eterna miseria que es el acto de recordar.
Si tú pudieras formar de nuevo aquellas combinaciones,
devolviéndome el país sin el agua,
me la bebería toda para escupir al cielo.
Pero he visto la música detenida en las caderas,
he visto a las negras bailando con vasos de ron en sus cabezas.
Hay que saltar del lecho con la firme convicción
de que tus dientes han crecido,
de que tu corazón te saldrá por la boca.
Aún flota en los arrecifes el uniforme del marinero ahogado.
Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar para desangrarlo.
Me he puesto a pescar esponjas frenéticamente,
esos seres milagrosos que pueden desalojar hasta la última gota de agua
y vivir secamente.
Esta noche he llorado al conocer a una anciana
que ha vivido ciento ocho años rodeada de agua por todas partes.
Hay que morder, hay que gritar, hay que arañar.
He dado las últimas instrucciones.
El perfume de la piña puede detener a un pájaro.
Los once mulatos se disputaban el fruto,
los once mulatos fálicos murieron en la orilla de la playa.
He dado las últimas instrucciones.
Todos nos hemos desnudado.

Llegué cuando daban un vaso de aguardiente a la virgen bárbara,
cuando regaban ron por el suelo y los pies parecían lanzas,
justamente cuando un cuerpo en el lecho podría parecer impúdico,
justamente en el momento en que nadie cree en Dios.
Los primeros acordes y la antigüedad de este mundo:
hieráticamente una negra y una blanca y el líquido al saltar.
Para ponerme triste me huelo debajo de los brazos.
Es en este país donde no hay animales salvajes.
Pienso en los caballos de los conquistadores cubriendo a las yeguas,
pienso en el desconocido son del areíto
desaparecido para toda la eternidad,
ciertamente debo esforzarme a fin de poner en claro
el primer contacto carnal en este país, y el primer muerto.
Todos se ponen serios cuando el timbal abre la danza.
Solamente el europeo leía las meditaciones cartesianas.
El baile y la isla rodeada de agua por todas partes:
plumas de flamencos, espinas de pargo, ramos de albahaca, semillas de aguacate.

La nueva solemnidad de esta isla.
¡País mío, tan joven, no sabes definir!

¿Quien puede reír sobre esta roca fúnebre de los sacrificios de gallos?
Los dulces ñáñigos bajan sus puñales acompasadamente.
Como una guanábana un corazón puede ser traspasado sin cometer crimen,
sin embargo el bello aire se aleja de los palmares.
Una mano en el tres puede traer todo el siniestro color de los caimitos
más lustrosos que un espejo en el relente,
sin embargo el bello aire se aleja de los palmares.
Si hundieras los dedos en su pulpa creerías en la música.
Mi madre fue picada por un alacrán cuando estaba embarazada.
¿Quién puede reír sobre esta roca de los sacrificios de gallos?
¿Quién se tiene a sí mismo cuando las claves chocan?
¿Quién desdeña ahogarse en la indefinible llamarada del flamboyán?
La sangre adolescente bebemos en las pulidas jícaras.
Ahora no pasa un tigre sino su descripción.

Las blancas dentaduras perforando la noche,
y también los famélicos dientes de los chinos esperando el desayuno
después de la doctrina cristiana.
Todavía puede esta gente salvarse del cielo,
pues al compás de los himnos las doncellas agitan diestramente
los falos de los hombres.
La impetuosa ola invade el extenso salón de las genuflexiones.
Nadie piensa en implorar, en dar gracias, en agradecer, en testimoniar.
La santidad se desinfla en una carcajada.
Sean los caóticos símbolos del amor los primeros objetos que palpe,
afortunadamente desconocemos la voluptuosidad y la caricia francesa,
desconocemos el perfecto gozador y la mujer pulpo,
desconocemos los espejos estratégicos,
no sabemos llevar la sífilis con la reposada elegancia de un cisne,
desconocemos que muy pronto vamos a practicar estas mortales elegancias.
Los cuerpos en la misteriosa llovizna tropical,
en la llovizna diurna, en la llovizna nocturna, siempre en la llovizna,
los cuerpos abriendo sus millones de ojos,
los cuerpos, dominados por la luz, se repliegan
ante el asesinato de la piel,
los cuerpos, devorando oleadas de luz, revientan como girasoles de fuego
encima de las aguas estáticas,
los cuerpos, en las aguas, como carbones apagados derivan hacia el mar.

Es la confusión, es el terror, es la abundancia,
es la virginidad que comienza a perderse.
Los mangos podridos en el lecho del río ofuscan mi razón,
y escalo el árbol más alto para caer como un fruto.
Nada podría detener este cuerpo destinado a los cascos de los caballos,
turbadoramente cogido entre la poesía y el sol.

Escolto bravamente el corazón traspasado,
clavo el estilete más agudo en la nuca de los durmientes.
El trópico salta y su chorro invade mi cabeza
pegada duramente contra la costra de la noche.
La piedad original de las auríferas arenas
ahoga sonoramente las yeguas españolas,
la tromba desordena las crines más oblicuas.

No puedo mirar con estos ojos dilatados.
Nadie sabe mirar, contemplar, desnudar un cuerpo.
Es la espantosa confusión de una mano en lo verde,
los estranguladores viajando en la franjas del iris.
No sabría poblar de miradas el solitario curso del amor.

Me detengo en ciertas palabras tradicionales:
el aguacero, la siesta, el cañaveral, el tabaco,
con simple ademán, apenas si onomatopéyicamente,
titánicamente paso por encima de su música,
y digo: el agua, el mediodía, el azúcar, el humo.

Yo combino:
el aguacero pega en el lomo de los caballos,
la siesta atada a la cola de un caballo,
el cañaveral devorando a los caballos,
los caballos perdiéndose sigilosamente
en la tenebrosa emanación del tabaco,
el último gesto de los siboneyes mientras el humo pasa por la horquilla
como la carreta de la muerte,
el último ademán de los siboneyes,
y cavo esta tierra para encontrar los ídolos y hacerme una historia.

Los pueblos y sus historias en boca de todo el pueblo.

De pronto, el galeón cargado de oro se mete en la boca
de uno de los narradores,
y Cadmo, desdentado, se pone a tocar el bongó.
La vieja tristeza de Cadmo y su perdido prestigio:
en una isla tropical los últimos glóbulos rojos de un dragón
tiñen con imperial dignidad el manto de una decadencia.

Las historias eternas frente a la historia de una vez del sol,
las eternas historias de estas tierras paridoras de bufones y cotorras,
las eternas historias de los negros que fueron,
y de los blancos que no fueron,
o al revés o como os parezca mejor,
las eternas historias blancas, negras, amarillas, rojas, azules
-toda la gama cromática reventando encima de mi cabeza en llamas-,
la eterna historia de la cínica sonrisa del europeo
llegado para apretar las tetas de mi madre.

El horroroso paseo circular,
el tenebroso juego de los pies sobre la arena circular,
el envenado movimiento del talón que rehúye el abanico del erizo,
los siniestros manglares, como un cinturón canceroso,
dan la vuelta a la isla,
los manglares y la fétida arena
aprietan los riñones de los moradores de la isla.

Sólo se eleva un flamenco absolutamente.
¡Nadie puede salir, nadie puede salir!
La vida del embudo y encima la nata de la rabia.

Nadie puede salir:
el tiburón más diminuto rehusaría transportar un cuerpo intacto.
Nadie puede salir:
una uva caleta en la frente de la criolla
que se abanica lánguida en una mecedora,
y “nadie puede salir” termina espantosamente en el choque de las claves.

Cada hombre comiendo fragmentos de la isla,
cada hombre devorando los frutos, las piedras y el excremento nutridor,
cada hombre mordiendo el sitio dejado por su sombra,
cada hombre lanzando dentelladas en el vacío donde el sol se acostumbra,
cada hombre, abriendo su boca como una cisterna, embalsa el agua del mar,
pero como el caballo del barón de Munchausen
la arroja patéticamente por su cuarto trasero,
cada hombre en el rencoroso trabajo de recortar
los bordes de la isla más bella del mundo,
cada hombre tratando de echar a andar a la bestia cruzada de cocuyos.

Pero la bestia es perezosa como un bello macho
y terca como una hembra primitiva.
Verdad es que la bestia atraviesa diariamente los cuatro momentos caóticos,
los cuatro momentos en que se la puede contemplar
-con la cabeza metida entre sus patas- escrutando el horizonte con ojo atroz,
los cuatro momentos en que se abre el cáncer:
madrugada, mediodía, crepúsculo y noche.

Las primeras gotas de una lluvia áspera golpean su espalda
hasta que la piel toma la resonancia de dos maracas pulsadas diestramente.
En este momento, como una sábana o como un pabellón de tregua,
podría desplegarse un agradable misterio,
pero la avalancha de verdes lujuriosos ahoga los mojados sones,
y la monotonía invade el envolvente túnel de las hojas.

El rastro luminoso de un sueño mal parido,
un carnaval que empieza con el canto del gallo,
la neblina cubriendo con su helado disfraz el escándalo de la sabana,
cada palma derramándose insolente en un verde juego de aguas,
perforan, con un triángulo incandescente, el pecho de los primeros aguadores,
y la columna de agua lanza sus vapores a la cara del sol cosida por un gallo.
Es la hora terrible.
Los devoradores de neblina se evaporan
hacia la parte más baja de la ciénaga,
y un caimán los pasa dulcemente a ojo.
Es la hora terrible.
La última salida de la luz de Yara
empuja los caballos contra el fango.
Es la hora terrible.
Como un bólido la espantosa gallina cae,
y todo el mundo toma su café.

¿Pero qué puede el sol en un pueblo tan triste?
Las faenas del día se enroscan al cuello de los hombres
mientras la leche cae desesperadamente.
¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste?
Con un lujo mortal los macheteros abren grandes claros en el monte,
la tristísima iguana salta barrocamente en un caño de sangre,
los macheteros, introduciendo cargas de claridad, se van ensombreciendo
hasta adquirir el tinte de un subterráneo egipcio.
¿Quién puede esperar clemencia en esta hora?

Confusamente un pueblo escapa de su propia piel
adormeciéndose con la claridad,
la fulminante droga que puede iniciar un sueño mortal
en los bellos ojos de hombres y mujeres,
en los inmensos y tenebrosos ojos de estas gentes
por los cuales la piel entra a no sé qué extraños ritos.

La piel, en esta hora, se extiende como un arrecife
y muerde su propia limitación,
la piel se pone a gritar como una loca, como una puerca cebada,
la piel trata de tapar su claridad con pencas de palma,
con yaguas traídas distraídamente por el viento,
la piel se tapa furiosamente con cotorras y pitahayas,
absurdamente se tapa con sombrías hojas de tabaco
y con restos de leyendas tenebrosas,
y cuando la piel no es sino una bola oscura,
la espantosa gallina pone un huevo blanquísimo.

¡Hay que tapar! ¡Hay que tapar!
Pero la claridad avanzada, invade
perversamente, oblicuamente, perpendicularmente,
la claridad es una enorme ventosa que chupa la sombra,
y las manos van lentamente hacia los ojos.

Los secretos más inconfesables son dichos:
la claridad mueve las lenguas,
la claridad mueve los brazos,
la claridad se precipita sobre un frutero de guayabas,
la claridad se precipita sobre los negros y los blancos,
la claridad se golpea a sí misma,
va de uno a otro lado convulsivamente,
empieza a estallar, a reventar, a rajarse,
la claridad empieza el alumbramiento más horroroso,
la claridad empieza a parir claridad.
Son las doce del día.

Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste.
Al mediodía el monte se puebla de hamacas invisibles,
y, echados, los hombres semejan hojas a la deriva sobre aguas metálicas.
En esta hora nadie sabría pronunciar el nombre más querido,
ni levantar una mano para acariciar un seno;
en esta hora del cáncer un extranjero llegado de playas remotas
preguntaría inútilmente qué proyectos tenemos
o cuántos hombres mueren de enfermedades tropicales en esta isla.
Nadie lo escucharía: las palmas de las manos vueltas hacia arriba,
los oídos obturados por el tapón de la somnolencia,
los poros tapiados con la cera de un fastidio elegante
y de la mortal deglución de las glorias pasadas.

¿Dónde encontrar en este cielo sin nubes el trueno
cuyo estampido raje, de arriba a abajo, el tímpano de los durmientes?
¿Qué concha paleolítica reventaría con su bronco cuerno
el tímpano de los durmientes?
Los hombres-conchas, los hombres-macaos, los hombres-túneles.
¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar!
¡Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar!
Como la luz o la infancia aún no tienes un rostro.

De pronto el mediodía se pone en marcha,
se pone en marcha dentro de sí mismo,
el mediodía estático se mueve, se balancea,
el mediodía empieza a elevarse flatulentamente,
sus costuras amenazan reventar,
el mediodía sin cultura, sin gravedad, sin tragedia,
el mediodía orinando hacia arriba,
orinando en sentido inverso a la gran orinada
de Gargantúa en las torres de Notre Dame,
y todas esas historias, leídas por un isleño que no sabe
lo que es un cosmos resuelto.

Pero el mediodía se resuelve en crepúsculo y el mundo se perfila.
A la luz del crepúsculo una hoja de yagruma ordena su terciopelo,
su color plateado del envés es el primer espejo.
La bestia lo mira con su ojo atroz.

En este trance la pupila se dilata, se extiende
hasta aprehender la hoja.
Entonces la bestia recorre con su ojo las formas sembradas en su lomo
y los hombres tirados contra su pecho.
Es la hora única para mirar la realidad en esta tierra.

No una mujer y un hombre frente a frente,
sino el contorno de una mujer y un hombre frente a frente,
entran ingrávidos en el amor,
de tal modo que Newton huye avergonzado.

Una guinea chilla para indicar el angelus:
abrus precatorious, anona myristica, anona palustris.

Una letanía vegetal sin trasmundo se eleva
frente a los arcos floridos del amor:
Eugenia aromática, eugenia fragrans, eugenia plicatula.
El paraíso y el infierno estallan y sólo queda la tierra:
Ficus religiosa, ficus nitida, ficus suffocans.

La tierra produciendo por los siglos de los siglos:
Panicum colonum, panicum sanguinale, panicum maximum.
El recuerdo de una poesía natural, no codificada, me viene a los labios:
Arbol de poeta, árbol del amor, árbol del seso.

Una poesía exclusivamente de la boca como la saliva:
Flor de calentura, flor de cera, flor de la Y.

Una poesía microscópica:
Lágrimas de Job, lágrimas de Júpiter, lágrimas de amor.

Pero la noche se cierra sobre la poesía y las formas se esfuman.
En esta isla lo primero que la noche hace es despertar el olfato:
Todas las aletas de todas las narices azotan el aire
buscando una flor invisible;
la noche se pone a moler millares de pétalos,
la noche se cruza de paralelos y meridianos de olor,
los cuerpos se encuentran en el olor,
se reconocen en este olor único que nuestra noche sabe provocar;
el olor lleva la batuta de las cosas que pasan por la noche,
el olor entra en el baile, se aprieta contra el güiro,
el olor sale por la boca de los instrumentos musicales,
se posa en el pie de los bailadores,
el corro de los presentes devora cantidades de olor,
abre la puerta y las parejas se suman a la noche.

La noche es un mango, es una piña, es un jazmín,
la noche es un árbol frente a otro árbol sin mover sus ramas,
la noche es un insulto perfumado en la mejilla de la bestia;
una noche esterilizada, una noche sin almas en pena,
sin memoria, sin historia, una noche antillana;
una noche interrumpida por el europeo,
el inevitable personaje de paso que deja su cagada ilustre,
a lo sumo, quinientos años, un suspiro en el rodar de la noche antillana,
una excrecencia vencida por el olor de la noche antillana.

No importa que sea una procesión, una conga,
una comparsa, un desfile.
La noche invade con su olor y todos quieren copular.
El olor sabe arrancar las máscaras de la civilización,
sabe que el hombre y la mujer se encontrarán sin falta en el platanal.
¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!
No hay que ganar el cielo para gozarlo,
dos cuerpos en el platanal valen tanto como la primera pareja,
la odiosa pareja que sirvió para marcar la separación.
¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!
No queremos potencias celestiales sino presencias terrestres,
que la tierra nos ampare, que nos ampare el deseo,
felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre,
sólo sentimos su realidad física
por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas.
Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,
sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla;
el peso de una isla en el amor de un pueblo.

La Habana, 1943

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Buenos Aires, Carpentier y yo

Virgilio Piñera un cubano de sombras en Buenos Aires

Por Jorge Carrol

Corría los primeros años de los ’50 y por esas cosas de las ciudades como Buenos Aires, un muchachote como este memorioso escribidor lo era por entonces, encontrarse en la calle o en un café o en una librería con Miguel Ángel Asturias o con Rafael Alberti o con Witold Gombrowicz, era tan fácil como hacerlo como con Juan Carlos Onetti o con Octavio Paz o con Virgilio Piñera. Precisamente a Virgilio lo conocí cuando era funcionario de la Embajada de su país, Cuba, en Argentina, y solía reunirse con mi compañero de LRA Radio del Estado –hoy Radio Nacional- el crítico musical Carlos Coldaroli y con otros personajes de la locura porteña, como los patafísicos Esteban Facio y Álvaro Rodríguez. Piñera venía precedido de un alto honor, haber sido el director, por llamarlo de alguna manera, de un equipo de cerca de 50 escritores y poetas, que habían traducido la trascendental novela de Gombrowicz: Ferdydurke. (Traducido del polaco “vía el francés” que hablaba Witold y la mayoría de los traductores, no todos).

Buenos Aires era un hervidero de ideas artísticas, el mundillo culturoso iba del existencialismo a la política, pasando por el surrealismo, el invencionismo y el concretismo, la música atonal y el dodecafonismo. Muchos de los afectados por la fiebre cultural, pensaban viajar a París, cuna de todos los sueños y otros a Roma, para dedicarse al cine o algo parecido. Una de esas tardes en que la nada y la nausea jugaban parejo sobre las mesas del Florida Bar, se sentó en mi mesa para hacer tiempo, pues debía encontrarse con alguien. Hablamos de todo y de nada y como quien no quiere la cosa, hablamos de Asturias y su tropicalismo bananero y acto seguido puso en mis manos un libro que él llevaba consigo: El reino de este mundo, de Alejo Carpentier.

No recuerdo exactamente lo que me dijo Piñera, sólo recuerdo o quiero querer recordar, que todo el arte caribeño comenzó en la real corte haitiana de Henry Christophe, a la sombra verde y húmeda de Sans-Souci, que permanecía imponente e intacta aún a pesar de los rayos, los terremotos, los franceses, los haitianos y los yanquis. Hablamos naturalmente de Wilfrido Lam y de lo fantástico. Aquella tarde y gracias a Virgilio Piñera se me otorgaron las llaves de la lectura de Alejo Carpentier y de lo maravilloso obtenido sin trucos de prestidigitación, algo parecido a la vieja y embustera fórmula del fortuito encuentro de la máquina de coser y el paraguas sobre una mesa de operaciones.


Con El reino de este mundo en mi poder, regresé a mi casa, para asumir, a través de la lectura de Carpentier, una vez más los cantos de Lautréamont (hay todavía demasiados “adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres recién muertas”) iniciando así una amistad con la obra de Carpentier que sigue impertérrita a lo largo de los últimos casi cincuenta años. Y todo gracias a Virgilio Piñera que una tarde supe se había marchado de Buenos Aires para regresar a su Cuba, donde junto a Lezama Lima –los dos grandes de la llamada generación de Orígenes- hizo de la poesía, su secreto refugio, en un mundo seudo revolucionario.

Nos quedan hoy sus obras para júbilo de las mejores letras cubanas y en lo personal, me queda la sombra de sus andares por la calle Florida en busca de la ausencia que supo cosechar en La Habana. También el agradecimiento de haber puesto en mi vida la obra de Carpentier y de Lezama Lima, también algunas canciones de Beny Moré, como Dolor y perdón, que tantas veces tararié en las no pocas vueltas de un amor…

(Concluyo esta Memoriabierta con las tres primeras líneas del poema de Virgilio Piñera, Solicitud de canonización de Rosa Cagí)

Por la presente tengo a bien dirigirme a usted
para solicitar una plaza de santa laica
en la Iglesia del Amor.

Tomado de Palabra virtual

domingo, 13 de diciembre de 2009

Algunos poemas de mi última etapa que cubre 20 años (1959-1979)

En la puerta de mi vecino
un papelito me dejó helado.
“No me molesten. Estoy llorando.
Y consolarme ya nadie puede."

Ahora yo sueño con mi vecino.
Y mientras sueño, abro la puerta.
Adentro veo mi propia cara,
mi propia cara bañada en lágrimas.
(1962)

EN EL DENTISTA

¿Qué puede hacerse contigo? ¿Qué podría encontrar tu frescura en mi piel ajada?
Te engalanas para el amor, gimes por el amor, te hundes en su noche.
Quizás no sepas quiénes fueron Baudelaire y la señora Sabatier, ni lo que entre ellos ocurrió. Pero es tan divertido (o tal vez sea otra cosa) escribir estos renglones dedicados a ti, que para mí no eres más que un fantasma.
(1965)

Lo que estuvo a mi lado tantos años, lo que veía sin ver, y sentía sintiéndolo apenas, lo he reconocido.
Aunque ignoro si llegaré a saber realmente lo que es, ha empezado a formar parte de mí. Cuando no lo veo ni lo siento, tiemblo. Su ausencia corta mi respiración, y muero un poco.
Cuando regresa, me vuelven los colores a la cara.
(1976)

ÓYELO BIEN

Si alguna vez tuviste bellos días, tardes apacibles, amables conversaciones; si en un instante magnífico viste crecer la rosa y colorearse el aire; si decir “buenos días” era algo perfectamente natural; si...para qué seguir cuando el corazón de todo se ha secado. En tu diccionario personal no aparece la palabra salvación. Y en cambio, fueron sustituídas las demás por una sola: “condenado”, infinitamente repetida.
(1976)

PARA TI

Para ti ya no habrá formas ni contornos. Esperas por un sol que no ha de salir. Sin estar ciego, aún ignoras -en tu casa todavía hay luz-, que todo se volverá negrura en un instante, y en un instante nunca más te verás como eres.
¿Qué dices...? El genio del hombre, la tecnología, los adelantos de la ciencia...
Amigo mío, esa mano que busca otra mano, tus ojos que pugnan por insertarse en otros, pronto sabrán que no son ojos ni mano. De modo que asómate, y disfruta el último paisaje.
(1977)

NADIE

Cada vez que el empleado levanta la sábana que cubre tu cuerpo, el que mira exclama: Nunca lo he visto.
Tuviste amigos, una esposa, hijos, jefes y subordinados.
Todos desfilan. Escrutan tu cara, y suponiendo que podrías ser al que amaron u odiaron, se consternan ante tu calculada inescrutabilidad.
(1977)

Piñera: Rule Breaker & Provocateur

By Leonardo Padura Fuentes

HAVANA TIMES, July 4 (IPS) - As we immediately approach the 30th anniversary of the death of writer Virgilio Piñera, we can also make out in the not too distant horizon the centennial of his birth, which will be marked in 2012.

Perhaps these moments should stimulate reflection and homage to someone whose life deserves celebration as one of the most controversial yet essential figures of Cuban culture of the 20th century.

Piñera was a great renovator and modernizer of Cuban theater, one of its most revealing poets and an important figure among the nation’s most significant and daring narrators.

To begin to understand and read him, it should be kept in mind what he wrote about himself in an insurmountable and provocative self-portrait:

“As soon as I was old enough, I demanded thought be translated into something more than spit spraying or arm waving; I found three fairly dirty qualities of which I would never be able to clean myself: I learned that I was poor, that I was homosexual, and that I liked art.

“The first because one fine day they told us that ‘nothing could be found for lunch.’ The second because, also one fine day, I felt a wave of blushing cross my face when discovering, throbbing under his pants, the swollen organ of one of my numerous uncles. The third because, on an equally fine day, I heard my very fat cousin convulsively griping a glass in her hand singing the toast of ‘La Traviata.’”

Perhaps Virgilio Piñera’s greatest cultural merit was his vital and artistic iconoclasm. The rule-breaker, the essential provocateur, a searcher for novel ways of expression and structure, conceptually diverse and challenging, his work today conserves aesthetic greatness, while his life has become the best representation of the torture of marginalization and silence into which the writer was driven.

This fate was his and a significant part of the country’s intellectuals, subjected to the orthodoxy and exclusionary methods of Cuban cultural prescriptions of the 1970s. In that marginalization - “civil death” as it has been called - he spent the last 10 years of his existence, until he died physically.

However, the despairing circumstances and disrespect a part, his artistic work itself continues to be the best way to understand his significance for the culture of the island and the literature of the language.

As a playwright, Virgilio Piñera is the unquestionable creator of modern Cuban theater. His work “Electra Garrigó” (1948) was in its day a jolt of modernity to a stage that had been paralyzed between crude realism and the superficiality of the vernacular style recently transcended.

No less significant was the contribution of “Aire frío” (Cold Air), 1959, perhaps the height of Cuban theater of the 20th century; a work in which everything harmonizes around the story of a family obsessed by a dream and a reality.

The dramaturgy of Piñera provoked scandals. The Association of Theatrical and Film Editors banned “Electra” for years, and efforts were made to boycott the premiere of “La boda” (The wedding), 1958, by the Association of Catholic Youth, who considered it immoral. However, the reaction to his work was a transformation so deeply rooted - based on his treatment of absurdity, cruelty, surrealism and existentialism - that Cuban theater became conceptually and formally different.

Piñera’s poetry, for its part, is the antithesis of the directions marked by all orthodoxies. It included the group Origins, with which he initially had a close relation but would later break with. Collected in the volume “La vida entera” (All of life), 1969 - what would be the last his books that Piñera would see printed in his life - was perhaps the most emblematic work: the long poem “La isla en peso” (The island weighs), 1943. It is an essential work on the abundant and polyphonic history of Cuban poetry.

But it was perhaps in the narrative, especially the short story, where the renovating spirit of Piñera was sharpest, even though it was less influential on future admirers if we compare it to his theater.

His three novels and three books of stories all appeared posthumously (given the impossibility of publishing them in the 1970s). He was the most renovating of Cuban narrators of the golden epoch of the 1940s and 50s thanks to those stories in which he merged absurdity, surrealism, cruelty and even parody of diverse genre, such as science fiction, to produce ironic looks into the emptiness of existence and the irrationality of many people’s lives.

Since the 1980s, fortunately for Cuban culture, Virgilio Piñera’s work was again published, exhibited and commented upon. The victorious return of the “black sheep” was so overpowering that a Piñeria “explosion” even occurred.

“La vida tal cual” (Life as such), an autobiographical account published by Union a magazine of the artists and writers association (UNEAC) in 1990 began what would be the printing of his unpublished stories and theatrical works, bringing his works onto the stage and restoring him to the stature that he always merited.

Perhaps the most curious aspect of the posthumous restoration of this figure has been the fact that the life, character and tribulations of this writer have transformed him into a character of diverse narrative and dramatic texts. He is almost always shown as a representative of marginalization and a spirit of artistic resistance that possibly Virgilio Piñera embodied better than any other Cuban creator of his time.

In this way - for his vital and artistic pioneering, for the renovation that his work brought in its time, and for the permanency that it has conserved - the occasion of the centennial that approaches could well be apropos to again put into circulation all of his writings - maybe an edition of his complete works. We could recognize him, once again, for his literary greatness and the revolutionary role that he played in the cultural life of his land, “surrounded by water everywhere,” the small country where Virgilio Piñera was born, lived, enjoyed, suffered and died.

sábado, 1 de agosto de 2009

Gracias Abilio.

Fragmento de la entrevista titulada El navegante despierto realizada por Luis Manuel García para la revista Encuentro de la Cultura Cubana, 51/52, Invierno/Primavera, 2009.


(...)
Tu cercanía a Virgilio Piñera, cuyos últimos años tú compartiste cuando eras muy joven, ha inducido a algunos críticos a confundir biografía y estilo, atribuyéndole un carácter piñeriano a tu obra. Yo sólo descubro rastros de esa negatividad piñeriana en algunas zonas de Los palacios distantes y en tus tres Ceremonias para actores desesperados, desoladas como un paisaje de ruinas sin el empaque nobiliario de los siglos. ¿Cuál es la principal huella de Virgilio en ti? ¿La ética del ejercicio literario antes que sus fórmulas?


Estoy de acuerdo, yo mismo no descubro en mí esa “descarnada negación piñeriana”. Hay muchos escritores cubanos, más jóvenes que yo y que, por tanto, no conocieron a Virgilio, que son, sin embargo, más “piñerianos”, como tú dices. La cercanía personal del escritor acaso no determina el “cómo se escribe”. Cada uno ha tenido una vida diferente y, por tanto, una manera diferente de ver o entender lo que sucede a su alrededor. Es decir, que puede que se trate (no lo sé) de que los señores que intentan escribirse, en uno y otro caso, son diferentes, como diferentes fueron las suertes o las desventuras que cada uno debió enfrentar. Detrás de cada escritor hay algo invisible. Y puede que ese “algo invisible” sea lo que determina. Esto lo dice muy bien Philip Roth en una famosa entrevista. Yo nunca me he propuesto escribir al “modo de Virgilio”, simplemente porque no sé, porque, como es natural, yo no escribo como quiero, sino como puedo. Lo que sí estoy en condiciones de afirmar es que cuando conocí a Virgilio en 1975 (yo acababa de cumplir 21 años) comencé a entender de otro modo la literatura. Ya estaba en la universidad, pero mi verdadera universidad fue Virgilio. Con esa mezcla de seriedad e ironía que lo caracterizaba, él hablaba de “sacerdocio”. Pues bien, no está mal entenderlo así, con la debida seriedad e ironía que se le debe conceder a la palabra. Como metáfora puede que sea útil. Era imposible no dejar de sentirse impresionado por la ética de ese señor tan extraordinario que fue Virgilio Piñera. Esa tozudez ética del desenmascaramiento permanente. Un hombre tan aparentemente vulnerable y que resultó de acero. Admirable. Y hay algo más (y sé que estoy en la obligación de contar todo esto algún día), nunca he conocido a nadie que viviera, como él, en la literatura.A su lado, todo se convertía en literatura, todo alcanzaba una dimensión diferente, que nada tenía de cotidiana. Con él no llegábamos a la casa-quinta de los Ibáñez-Gómez, de Yoni Ibáñez, en Mantilla: con él llegábamos a la Ciudad Celeste. Y no éramos un grupo de personas que conversábamos y leíamos, sino que éramos, al modo de Proust, un cogollito. Y así fue siempre. Cuando, desgraciadamente, se acabaron, o la policía hizo que se acabaran las tertulias de los Ibáñez, y nos veíamos a escondidas en una rara casa de la calle Galiano y San Miguel, éramos los personajes de una novela policial, lo cual no estaba, dicho sea de paso, muy lejos de la verdad.Hasta lo terrible de tener que salir de aquella casa a horas distintas y, si nos encontrábamos en la parada de la guagua, fingir que no nos conocíamos, era como vivir en un libro. Insisto: esa propensión natural a convertirlo todo en maravilla, en fábula, en mito. Era un mayeuta. Y si algo se aprendía al lado de Virgilio era a observar y a tener fe. Fe en la literatura, como se comprenderá. En un libro de Félix de Azúa que leo y releo con mucho gusto, se ha contado la fábula del judío que en el tren, camino de los campos de concentración, se asomaba por una ventanita del techo, una claraboya, y contaba a los demás cuanto iba viendo, cómo eran los paisajes que veía. Pues bien, ese era Virgilio para nosotros: el que se asomaba por la claraboya de aquel tren cerrado y nos contaba el paisaje que veía.

lunes, 22 de junio de 2009

La carne de Piñera

Por Silvina Friera (con algunas anotaciones mías intercaladas)

Damián Tabarovsky plantea que si tuviera que optar por un escritor, el elegido sería Virgilio Piñera, “el último discípulo de la revista Orígenes, que dirigía Lezama Lima, pero al mismo tiempo rival, porque pertenecía a otra estética”, advierte. (el último no querido, el último fue Lorenzo que también se reveló y que ha rendido más que yo) “Piñera participó de la traducción de Ferdydurke, de Witold Gombrowicz, una traducción de un escritor polaco al español, hecha por un cubano, y esta traducción marca un momento cultural interesantísimo: un polaco que leía su libro en voz alta y lo iba traduciendo al español, pero como hablaba bastante mal, Piñera y Adolfo Fernández de Obieta (el hijo de Macedonio Fernández) interpretaban lo que él decía y lo redactaban en un español bastante extraño porque había un cubano y un argentino. (sólo anotar que yo era el director del equipo de traducción, escogido por el propio Witold que sabía en qué andaba) Pero (Ernesto) Sabato rápidamente se encargó de retirar esa traducción de la venta, contrató un traductor que supiera polaco y le quitó esa radicalidad que tenía la traducción original, porque no estaban traduciendo sólo literatura sino cultura”. Su entusiasmo por la figura de Piñera se prolonga mucho más allá de esta experimentación radical con la traducción de la novela de Gombrowicz. “Piñera escribió un artículo extraordinario sobre la literatura argentina, particularmente sobre Borges, al que llama un autor ‘tantálico’, en el sentido de que en un día de gran calor, te muestra un poco de agua y no te la da –compara Tabarovsky–. Es el primer artículo crítico contra Borges, pero no desde una posición ideológica como se estilaba en esa época. A Piñera no le importaba si Borges era de derecha, sino que planteó una crítica interna a los textos de Borges”. (eso es mucha verdad y nadie nunca lo había reconocido antes, gracias) “Es curioso, porque al mismo tiempo que fue un escritor consagrado, sigue siendo un autor no tan presente, no sé si usaría la expresión de ‘culto’, pero lo cierto es que no tiene la presencia de un Lezama Lima, sin ser menor que él. Toda esa generación de las revistas Ciclón y Orígenes, básicamente, para mí es cumbre en la literatura latinoamericana”, afirma el escritor y editor de Interzona. (Orígenes y Ciclón junto con Sur eran las tres mejores revista de la lengua española en su tiempo. Yo estuve en las tres).


Aparecido en Página 12 (sin mis notas , claro)
Jueves, 8 de Febrero de 2007
Sescción Cultura y Espectáculos